Héctor Olásolo Alonso[1]
Miembro Activo de la Academia Colombiana de Derecho Internacional
El pasado 23 de septiembre, el Gobierno de Colombia y las FARC-EP presentaron en su comunicado conjunto número 60 los puntos esenciales del acuerdo al que habían llegado en materia de justicia, cuyo epicentro es la creación de una Jurisdicción Especial para la Paz. Al día siguiente, la Fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI), Fatou Bensouda, realizó una primera declaración preliminar sobre el mismo, en la que afirmó que “cualquier iniciativa práctica y genuina que permita poner fin a las décadas de conflicto armado en Colombia, dando la debida consideración a la justicia como pilar esencial de una paz sostenible, es bienvenido por su oficina”. Así mismo, subrayó que “tenía la esperanza de que el acuerdo entre las partes para crear una Jurisdicción Especial para la Paz en Colombia cumpliera justamente con esto”. En particular, la Fiscal se refirió, con moderado optimismo, al hecho de que “el acuerdo excluye la concesión de amnistías por crímenes de guerra y de lesa humanidad, y está diseñado, entre otras cosas, para poner fin a la impunidad por los crímenes más graves”.
Pero, ¿cuáles son las razones para este moderado optimismo de la Fiscal de la CPI, cuando desde la aprobación del Acto Legislativo 01 de 2012 sobre el “Marco Jurídico para la Paz” no ha dejado de expresar en sus informes anuales sobre Colombia su preocupación por las atribuciones que el mismo otorga al Congreso de la República? En opinión de quien escribe la razón no puede ser otra que la diferencia significativa entre el papel que el nuevo Acuerdo parece atribuir a la investigación, enjuiciamiento y castigo penal de los delitos de la competencia de la CPI (genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra) en un eventual proceso de transición en Colombia, y aquel al que la justicia penal había sido reducida en el Marco Jurídico para la Paz. O dicho en otras palabras, si este último condenaba a la justicia penal a ser un mero apéndice del proceso de transición, lo que se conoce del nuevo Acuerdo parece restaurarle su condición de pilar autónomo y necesario de dicho proceso.
El modelo de justicia penal previsto en Acto Legislativo 01 de 2012 tenía como piedra angular la atribución expresa al Congreso de la República de la facultad constitucional para establecer por vía legislativa una prohibición general a la Fiscalía General de la Nación con respecto al ejercicio de la acción penal por los crímenes internacionales más graves (que son aquellos de la competencia de la CPI). La única limitación a esta amplísima facultad constitucional se refería a los delitos que, además de ser constitutivos de genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra: (i) se hubieran cometido “de manera sistemática”; (ii) tuviesen la suficiente gravedad; (iii) fueran representativos del actuar de las organizaciones o instituciones involucradas; e (iv) involucrasen a los denominados “máximos responsables”.
Sólo en los casos en los que se cumpliesen cumulativamente estos cuatro requisitos, el Congreso de la República se vería impedido para prohibir a la Fiscalía General de la Nación el ejercicio de la acción penal. Sin embargo, incluso en estos casos se dejaba abierta la posibilidad para establecer por vía legislativa una pena alternativa de duración incierta, cuyo cumplimiento, según su versión original, podría realizarse en régimen especial (incluyendo en el propio domicilio del condenado) o llegar a suspenderse (si bien la Corte Constitucional declaró finalmente inexequible la suspensión de las penas impuestas a los máximos responsables de genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra).
De esta manera, el Marco Jurídico para la Paz convertía la investigación, el enjuiciamiento y el castigo penal de los crímenes de la competencia de la CPI en un mero apéndice del proceso de transición, alejándose ostensiblemente de “la debida consideración a la justicia como pilar esencial de una paz sostenible”, a la que se refiere la Fiscal de la CPI. Es en este contexto en el que hay que entender sus reiteradas muestras de preocupación en los últimos años, que han sido plenamente compartidas por la Comisión Inter-Americana de Derechos Humanos en su informe país sobre Colombia de finales del año 2014 y por varios organismos del sistema universal de protección de los derechos humanos. Cuando la justicia penal por los crímenes que merecen un reproche social más profundo, se convierte en un mero apéndice del proceso de transición, no cabe sino afirmar el incumplimiento por el Estado de las obligaciones, voluntariamente asumidas, de respeto y garantía frente a las graves violaciones de los derechos humanos, y de persecución penal de los delitos de la competencia de la CPI.
Ante esta situación, lo que se conoce del Acuerdo para la Creación de una Jurisdicción Especial de Paz, contiene, en varios aspectos, un distanciamiento muy significativo frente a un Marco Jurídico para la Paz, que ha contado con el problema adicional de no haber sido nunca expresamente aceptado por las FARC-EP. Un primer análisis del Acuerdo permite observar que serán objeto de la nueva jurisdicción especial todos los delitos de genocidio y lesa humanidad cometidos por las distintas partes en el conflicto armado, lo que es de particular importancia teniendo en cuenta que según afirma el profesor Jorge Giraldo en el reciente informe de la Comisión para la Historia del Conflicto y las Víctimas (CHCV), el número de miembros de las partes en conflicto muertos en combate entre 1985 y 2000 apenas llega a uno por cada ochenta víctimas mortales civiles, reduciéndose drásticamente la proporción a uno por cada trescientos ochenta en los años siguientes.
Del mismo modo, las actuaciones no se limitarán a los “máximos responsables”, sino que se extenderán a todos a aquellos que hayan participado en la comisión de los delitos “directa” o “indirectamente”, y, como, regla general parece que se impondrán unas penas alternativas de entre 5 y 8 años, muy similares a las recogidas en la Ley 975 de Justicia y Paz (aunque se hayan de cumplir cuando haya reconocimiento de culpabilidad en establecimientos distintos de los centros penitenciarios). En este sentido, es ciertamente reseñable, que después de tantos “tiras y aflojas” en los últimos años, nos encontremos ante un modelo de justicia penal para la transición que parece presentar muchas más similitudes con el esquema de Justicia y Paz, que con aquel recogido en el Marco Jurídico para la Paz.
Pero, sin duda, lo que más llama la atención del nuevo Acuerdo es la expresa mención en el mismo de que las actuaciones penales que desarrollará la Jurisdicción Especial para la Paz se entienden dirigidas a “acabar con la impunidad, obtener verdad, contribuir a la reparación de las víctimas y juzgar e imponer sanciones a los responsables de delitos cometidos durante el conflicto armado, particularmente los más graves y representativos, garantizando la no repetición”.
Después de que durante tanto tiempo hayamos escuchado en Colombia que la verdad y las reparaciones han de ser extrajudiciales, y de que las actuaciones penales poco o nada tienen que ver con las garantías de no repetición, nos encontramos ante un nuevo marco normativo que reconoce expresamente: (i) el valor de la verdad judicial sobre las responsabilidades individuales (que complementa la verdad contextual e histórica que tratan de ofrecer los mecanismos extrajudiciales); (ii) la efectiva contribución de la actividad judicial a las reparaciones; y (iii) la relevancia de los procesos penales en la construcción de garantías eficaces de no repetición. En otras palabras, si algo parece dejar claro el nuevo Acuerdo es el destierro de aquella visión de la justicia penal como mero apéndice del proceso de transición, encarnada en el Marco Jurídico para la Paz, y el reconocimiento de su condición de pilar autónomo y necesario de dicho proceso.
Esto no significa que lo que se conoce del Acuerdo no se encuentre exento de ambigüedades, y de que varios aspectos generan preocupación e inquietud, como ocurre, entre otros, con: (i) la exclusión de la jurisdicción especial de aquellos crímenes de guerra que sean considerados como “no graves” (y que en todo caso formarán parte de la competencia de la CPI); (ii) la vinculación de los crímenes de lesa humanidad a su comisión en “el contexto y en razón del conflicto”, así como la singular referencia a su tipificación en el código penal colombiano, cuando bien sabemos que ningún tipo penal previsto en el mismo recoge los elementos contextuales que caracterizan los crímenes de lesa humanidad; (iii) la determinación de qué grupos de condenados, o actualmente procesados, podrán eventualmente acogerse a la jurisdicción especial; y (iv) la posibilidad de que el genocidio o los crímenes de lesa humanidad puedan ser, en ocasiones, calificados como “no graves” a los efectos de evitar sanciones que constituyan una limitación efectiva de la libertad de movimiento.
Ahora bien, ante el desconocimiento del texto íntegro del nuevo Acuerdo, es difícil precisar en este momento el verdadero alcance de estas preocupaciones e inquietudes. Lo que, sin embargo, es posible afirmar es que el nuevo Acuerdo parece volver a colocar a la justicia penal en una posición central del campo de juego, y por lo tanto, mucho más cerca de “esa debida consideración a la justicia como pilar esencial de una paz sostenible” exigida por la Fiscal de la CPI. Ahora de lo que se trata, es de garantizar que permanece en esa posición, y de que a medida que se vaya conociendo la letra pequeña del nuevo Acuerdo, se adoptan las medidas necesarias para abordar las preocupaciones e inquietudes derivadas del mismo. Es a esto a lo que entiendo se refiere la propia Fiscal de la CPI cuando la semana pasada reiteró su compromiso en continuar con su seguimiento mediante el cuidadoso análisis de las disposiciones acordadas por el Gobierno de Colombia y las FARC-EP como parte del examen preliminar sobre la situación en Colombia.
[1] Profesor Titular de Carrera, Universidad de El Rosario (Colombia). Presidente, Instituto Iberoamericano de la Haya para la Paz, los Derechos Humanos y la Justicia Internacional (Holanda). Magistrado Auxiliar de la Corte Penal Internacional (2004-2010). Miembro de la Fiscalía del Tribunal Internacional Penal para la ex Yugoslavia de las Naciones Unidas (2002-2004).
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